TRAZOS
D E S D E
L A
I N F A N C I A
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Aún no estaba
hecho El Muelle a la derecha ni a la izquierda mirando desde El Puente al mar;
no estaba hecho con cemento sí con las piedras grandes de atraque. A la
izquierda, el Muelle de la Magdalena y después la Dársena, a la derecha el
Muelle de la Rula y después las Fábricas, camino de San Antón.
¿Dónde hallo en la
memoria un muelle parecido? En un relato de alguien que surge del Norte de
Europa o del Mar Negro, en la Segunda Guerra Mundial, perseguido por espionaje.
La memoria no da para más. Puede ser en las memorias de Speer o en Semprún; en
Le Carré o Doenitz; la memoria que juega ahora estas malas pasadas. Pero de
aquello...
De aquello
recuerdo perfectamente el Puesto de Castañas de El Chano. ¿Dónde estará el
Chano?
─En lo que más me gusta gastar el dinero ─decía Enrique el de la luz─ es en las castañas del Chano.
En cambio, no
recuerdo si a la derecha, por el lado del Muelle de la Rula había otro puesto
de castañas, como sí que por el verano había uno de helados, "Los valencianos"
(a la derecha, Elisardo, o más bien Lisardo).
Los muelles eran,
por encima, de tierra y piedras. Dichosas piedras irregulares, algo alabeadas,
que no iban a colegios ni tenían profesores. Por la derecha, el Muelle no tenía
la compuerta ni por la izquierda rodeaba el Campo del Gato hacia la Media Luna,
la Barra, el Espigón. Todo lo que va con mayúsculas son sujetos de una
ontología entre todas las ontologías posibles, pero en minúsculas van los
marineros. Siempre, en el pensamiento, en plural y en minúsculas; eran un
género, género azul de mahón, un azul que todavía no he vuelto a ver, ni
siquiera en Mariano Moré ni en Ricardo Baroja. Tampoco, claro, en Marisa
Roesset ,
a la cual no sé poner la diéresis. Sólo algunas veces se salían del género
algunos nombres (Gabel, Eulogio, mi tío Pacho, Gabino, Tino, no me atrevo con
la memoria), pero aún quedan casi todas las caras. Lástima que no pueda con el
lápiz ni con el pincel y que no me gusten los motes, sobrenombres, alias, (ª) ,
residuo del Dick Turpin.
El que no tiene
memoria, no tiene alma, desalmado, en el largo invierno de los muelles poblados
del azul y del olor muy distinto a la Sardina viva, a la Sardina muerta, a la Sardina
frita. Como dijo luego Felipe, el mar olía a taberna marinera. Al montarlo en
libros era un mar de Valle Inclán o de Simenon, mar de puerto pequeño en
Galicia de conspiración carlista o en puerto francés fronterizo sobre esclusa
de río que va al Mar del Norte, pero siempre con los vidrios de una taberna,
rezumando licor en vidrieras y frascos anchos. Tabernas con relojes a ambos
lados de la Ría. Relojes con las horas en esmalte y la esfera algo contaminada
del humo de tabaco o el rezume de licores y del aceite frito con sardinas,
ahora con minúscula genérica.
Del atardecer de
aquel invierno ─hubo inviernos en los que todo era tarde─ la galerna, el galernazo que todo
el invierno se cocía, cerró sin ser del todo obscuro. Y una lancha, la única
que había salido al alba, sin entrar. Nadie estaba seguro de quién fue el
primero que la vio venir, sin enfocar la bocana del Puerto, como un punto que a
veces se ensanchaba de bandas, pues la proa no obedecía. Unos dicen que fue
Moreno, que al encender el cigarro miró por el ventanal de la Tijerina, pero ya
antes, como una premonición al empezar la lluvia, una mujer cruzó el puente tapándose
con el delantal, muy excitada sin que nadie le hiciera caso, por frecuente,
hablando a gritos con la gente del azul, pero también mucha otra gente
corriendo por el Muelle de la Rula hacia el Muelle de la Tijerina. Ver correr a
las personas mayores, a zancada con el pantalón largo, con ese infinito
desprecio que los mayores en apuros tienen para las preguntas de los micos, de
los niños, hacia las siete de la tarde, hasta del Casino venían. El niño estaba
en el Puente cuando empezó la lluvia, pero se refugió en el tejadillo de la
Almotacenía y todos corrían. No era lluvia fuerte y siguió hasta debajo de la
Tijerina, un poco en el morro enfrentado con el otro morro del Sablín. Un poco,
el chaval, hacia la roca, pues la confusión era grande y la marea no muy alta,
así entre personas mayores que no contestaban, y sólo con alguna respuesta de
las mujeres, que hacían más caso a los niños, pues saben mejor lo que es el
mundo, acertó a ver el punto negro, la banda negra de la lancha, de repente
perfilada ya, entre olas paralelas, marejada muy fuerte, ya saltando, lamiendo
la barra desde el Sablón; la lancha pintada de negro ─pocas habría de ese color─ que ya ni el nombre se recuerda,
va avante, avante libre, eran las palabras, va a volcar, va a zozobrar, cada
vez más gente, hasta que se colocó entre la Osa y la entrada de la Barra. Aquello
de la Osa era una palabra tasada, bisbiseada, término de todo lo que se
hablaba, hasta que con palabras más abiertas, entre las frases, entre las
faldas, entre las voces y las alpargatas, entre los pantalones y el azul,
aparecieron otras palabras, la Media Luna, y en el giro de la ola con virazón
de radio quieto en un lado, abordó la lancha de proa a la Media Luna, con
mordisco visible pues ya más adelante no era turbia el agua, y se veía el roto
del mordisco como en un pez de pecera, en el lomo. Vestido de camiseta y
pantalón, me parece que fue José Eulogio el que saltó desde el Muelle bajo de
la Tijerina, y quedó pronto empapado, pero haciendo pie con un cable en la
mano, sostenido por otras mil manos en el Muelle, hasta que en un buen golpe se
enfocó entre el morro de allá y el Sablín, rota, embarrancada en la arena del
recuerdo con bordes que se difuminan y se van alabeando hasta meterse en la
vida, hasta hoy, desde los años en que los marineros, en minúscula, y el
Puerto, en mayúscula, eran tema, ir "a la mar", se hablaba, "vas
a la mar", "no vas a la mar", se decía y se suponía una vida.
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