(Carrer de la Sèquia-1 de mayo de 2011)
Yo, en mi condición, con la espalda cada vez más vencida, guardaré tus banderas pintadas durante esos años en que tú, en tu condición, crecerás a la vida, a la ilusión, a todo lo que hoy ya abarcan las que un día fueron tus pequeñas manos.
Seré guardián de tus dibujos, de tus canicas y chapas, de tus felicitaciones a mi paternidad, de las piedras y los nidos atesorados, de tus textos sagrados de infancia y adolescencia, de tus pequeños coches arrastrados en el silencio y en la soledad de tu cuarto de acogida semanal, resbalando por paisajes infinitos, cada uno de ellos conseguido ―no sin tu esfuerzo― en aquellas gasolineras, con el temor de pedirlos a un padre ausente, huraño y desprovisto; pero también guardaré, sin mezcla, los coches de mi dolor, los que tú me ofreciste cuando, siendo niño, eras el adulto y cuando yo, siendo el adulto, había de convertirme en niño para merecerlos.
Protegeré tus recuerdos, tus imágenes en formatos para mí tan nuevos y sin embargo tan lejanos; tu voz desde su inicio, la mirada de tu madre al despertar, la pequeña cinta plastificada que abrazó tu tobillo cuando aún no fiaban tu adn o la ropa que dejaste atrás, severamente azotada y vivida, de tanto perseguirte y no encontrarte.
Guardaré tus sonrisas.
Tú, a cambio, hijo mío, protegerás con pasión tus recuerdos y guardarás mis libros y cenizas. [Ж]
Ж Trataba de pagar en la cola de aquella gasolinera, mientras tú deambulabas por los estantes y yo temía el coste de tus opciones desde mi racanería de educador moderno. Finalmente, terminé y me ofrecí a salir. Tú, tímidamente, abandonaste tus esperanzas y te sometiste a que llegara la bronca, el gesto desabrido, la urgencia de la partida. Entonces, en mi torcido arrepentimiento, pregunté bruscamente si te faltaba algo, si había alguna nueva disposición imprevista sobre mi menguado dinero, menguado siempre para ti y los demás, pero no para mis propios caprichos y dispendios, plagados de vicios antiguos e inflexibles. Miraste hacia mí con temor (¿o fue terror?), a punto de negar, confirmando la integridad miserable de mi dinero, pero entonces, con los ojos hacia el suelo, te sobrepusiste a tu gran timidez y deslizaste tu petición hacia un coche, un coche negro y redondo, un escarabajo que podía adivinarse siguiendo el recorrido tembloroso de tu brazo, de tu mano, que señalaba hacia una pequeña estantería llena de coches, camiones y máquinas, todos codiciados e inermes.
Hice mío tu coche, no sin gestos histriónicos e hipócritas, y una vez más supe, con el corazón cubierto de amargura, que ese coche sería mío, que permanecería en mis dominios y que se me quedaría para siempre atravesado en la garganta, con las penas de los tiempos, en aquella garganta que es capaz de conservar el juguete de un niño con los años, pero nunca ha sido capaz de ofrendarlo con el corazón.