(Poblet)
Y la evidente respuesta es que sí,
que sí es posible, pero hay que saber abordarlo docente y
decentemente; y además es posible sin alterar los textos clásicos.
El enorme problema que padecen
muchas mujeres desde hace siglos (¿desde siempre?) no radica únicamente en ser
las permanentes víctimas de tal violencia, que hemos de definir como brutal,
sórdida y soterrada, sino en que, además, dichas mujeres ni siquiera poseen capacidad
de reacción o ―siquiera― lenguaje para poder oponer algo a su constante
represión, a su represor. En un mundo que es patriarcal y masculino imaginar
siquiera algún medio de oposición a tal represión es tan absurdo o, si se
quiere, tan complejo o ―quizás― utópico, como tener que explicarle a un pez lo
que es el océano, sencillamente porque actores y víctimas están dentro (forman
parte) de un sistema social tan asentado e indiscutido que cualquier
vacilación, cualquier duda, cualquier cuestionamiento de tal realidad podría
desatar inmediatamente la brutalidad y la violencia, cuando no el miedo y el
sometimiento.
El que los pueblos se hayan
rebelado contra la tiranía mediante procesos revolucionarios, más o menos
organizados, resulta más sencillo de concebir que el que las mujeres puedan
siquiera tratar de evitar su aplastamiento y asfixia por mor de una condición
social humillante que les ha venido siempre impuesta, como si se tratara de su
propia piel, y sin explicación alguna (si ello permitiera alguna explicación).
Pero es que, además, cuando tales procesos revolucionarios han conseguido tener
éxito, han logrado subsistir, muchos de ellos ni siquiera se han llegado a
plantear la existencia de una constante represión hacia las mujeres, aún más
profunda que la desatada por las condiciones dictatoriales, oligárquicas o,
sencillamente, represivas contra las que se alzaron. Es decir ―dicho sea
deliberadamente con alguna crudeza, a modo de nueva aproximación literaria―, tomando prestada la creación de Lope de Vega (autor hoy tan
cinematográficamente de moda), la rebelión mostrada por el pueblo de
Fuenteovejuna ―dejando aparte tanto y tan tonto honor masculino que siempre
subyace en estos casos― consigue Justicia Real ante la injusticia del
Comendador, pero cuando ello concluye, la posición y vida de Laurencia, que
incluso ha tenido el atrevimiento de querer participar en el “consejo de
hombres”, en poco o nada mejoran, ni siquiera ante su propio marido. De esa
forma, lo que es propiamente revolucionario al provocar ―por unas causas u
otras a cual más complejas― el levantamiento de un pueblo ante el injusto
derecho de pernada, tiene éxito, si se quiere un tanto amargo, pero no va más
allá de ese éxito: es decir, no reforma ni un ápice la posterior posición
social de una mujer violada y destrozada. Y lo relevante de todo esto
no es únicamente constatar que incluso durante los procesos revolucionarios en
los que participan plenamente las mujeres se ignoran después todos sus derechos
y se persiste en mantener el statu quo sin revisar el papel de la mujer,
sino que los propios participantes en el drama ni siquiera tienen conocimiento
o conciencia de que ciertas cosas tendrían que haber cambiado ya, aunque sólo
sea por la ayuda y participación de las propias mujeres en el propio proceso de
la abolición de las injusticias. Sin embargo, tal conciencia no resulta imaginable
en la mente humana masculina y patriarcal predominante, sencillamente porque se
trata de algo que no existe y que condena a Laurencia, de la mano del refranero
popular ―y, de paso, desde la postura transmitida por Teresa Cascajo, señora de
Panza [1]―,
a vivir en su casa y con la pata quebrada, incluso después de la Revolución
Francesa, lugar en el que, al margen del sometimiento, podrá surgir, siempre
que sea preciso, la violencia contra ella, acción que quedará sellada,
silenciada y constantemente consentida en tal ámbito privado del hogar.
Si pretendemos afrontar el fenómeno de la violencia de
género como docentes y buscar la formación de los alumnos a través de la
lectura y de la literatura, muchas veces podemos equivocar el concepto, cuando
no equivoquemos además el texto literario elegido. Uno de los problemas
fundamentales es que gran parte de la literatura que
se utiliza con los alumnos no sólo no afronta la violencia contra las mujeres,
no sólo muestra situaciones de cruda violencia contra mujeres que eran
normalmente aceptadas en cualquier época y sin vergüenza alguna, sino que ―lo
cual es significativamente peor― la mujer, en sí misma o en la violación de sus
derechos, es algo absolutamente ignorado y silenciado. Es decir, resulta aún
más violento el silencio cómplice sobre la existencia real de la vida de las
mujeres a través de los siglos, ese velo tupido que oculta durante miles de
años su realidad y mantiene que las cosas habrían siempre de ser así, que el
conjunto de las propias acciones violentas contra las mujeres que encontramos
en los mismos textos. Habremos de tener todo ello muy en cuenta.
Si pensamos en literatura medieval
es posible que una primera idea para acercar el estudio de la violencia de
género al aula nos venga servida desde el propio Cantar del Mío Cid,
especialmente desde el Cantar Tercero, que es donde se narra «La afrenta de
Corpes». Si alguien se ha tomado la molestia de que una tercera parte
de su narrar venga referido a un hecho violento concreto habrá de ser porque pretendía
dar importancia a ese hecho o a algo en relación al mismo.
El poema de Mío Cid no es
precisamente una muestra ideal para hablar de mujeres, precisamente por lo que
venimos diciendo: se las ignora aún más que al mobiliario de una casa descrito
en una escena. De hecho, de manera significativa no aparecen más de cuatro en
la narración, la propia esposa del Cid, Doña Jimena, sus dos hijas Doña Elvira
y Doña Sol y una niña desconocida que, con tan sólo nueve años, advierte al Cid
en el inicio de su destierro y al pasar por Burgos de que el rey Alfonso ha
ordenado por carta que nadie le dé acogida, so pena de perder las propiedades,
sacarle los ojos y ser excomulgado. Existe al menos otra versión de nombre
femenino muy próxima a la de la niña de nueve años, cuando el Cid, que se prepara
para el destierro, manda buscar a “Raquel y Vidas” . Aunque existen interpretaciones
de si se tratare de una o dos personas,
no parece caber duda de que sean hombres, concretamente prestamistas judíos que
dejan una importante suma de dinero al Cid para poder partir tranquilo y asumir
sus gastos.
Partiendo de estas pautas, el objeto del educador no ha de ser
sugerir que se aleje a los jóvenes de la lectura de textos clásicos consagrados
―o de textos modernos aún más consagrados―, en la medida en que en tales textos
se muestren aspectos de la violencia de género. Ni siquiera llegamos a imaginar
que haya de condicionarse a los jóvenes o haya de prevenírseles ante tales
textos, bien porque contengan expresas escenas de violencia contra las mujeres,
bien porque alaben tal violencia o sostengan la validez de determinados
comportamientos sexistas o machistas, bien porque adoctrinen en contra del
respeto a la mujer o bien porque, sencillamente, la ignoren generando un
desprecio idéntico. La conocida obra “Arcipreste
de Talavera, Corbacho, o Reprobación del amor mundano” de
Alfonso Martínez de Toledo, por poner un ejemplo bien apropiado de lo que aquí
entendemos que sirvió en su época para denigrar a las mujeres, ha de ser de
recomendada lectura en la docencia, si así se estima, precisamente por el
efecto contrario que provoca: es decir, son tan grotescas algunas de las
referencias que aparecen en dicha obra en contra de las mujeres, que su
lectura, amén del carácter anecdótico, sirve por sí misma para que los jóvenes
se alejen de ese tipo de conductas y normas misóginas que ahí se refieren.
Ahora bien, lo que debe preocupar a un buen educador, por
el contrario, es que la reflexión y construcción del criterio de cada alumno
ignore lo que está oculto o dé por hecho que determinadas conductas son
normales y, por lo tanto, aceptables, por el mero hecho de que hoy se sigan reproduciendo
en sus propios ambientes, en sus vidas. Lo que debe despertar la reflexión de
los alumnos es sacar a la luz lo que parecía tan obvio, como no cuestionado,
precisamente porque es ahí donde radica el barniz sutil, la costra que recubre
los comportamientos de violencia, la tan repetida violencia simbólica de Pierre
Bourdieu.
Visto lo anterior, como lo que tratamos de ver es el
elemento de “género”, como integrador del concepto de violencia, haciéndolo a
través de la enseñanza literaria, de la lectura, comprensión, expresión y
asimilación de la literatura por los jóvenes como vehículo de aprendizaje de
determinadas conductas, particularmente las que fomenten la igualdad entre
hombres y mujeres, regresemos a Corpes, aunque sólo sea para comprender que la
afrenta, en sí misma, no sirve bien para comprender tal elemento de género,
aunque sí sirven a ello, precisamente, algunas de las cosas que se ocultan en
el texto u otras que, por obvias, quedan también oscurecidas.
La historia es bien fácil de exponer, si bien, sea cual
sea la transcripción del texto que se entregue a los alumnos para la
correspondiente reflexión literaria, en la exposición o explicación que el
docente pudiera proporcionar para abordar tal texto, se requeriría de una
cierta dosis de racionalidad destinada a una aproximación más actual, tratando
de ver con ojos de hoy los sucesos tenidos por literariamente históricos en la
construcción del poema.
A fin de comprender lo que queremos decir, he aquí un ejemplo de cómo conviene aproximarse al análisis de un texto
desde una posición más actual, a fin de concluir sobre el mismo cuestiones que
hoy serían más reales y que proporcionarían una visión más práctica de los
acontecimientos narrados y más útil al fin didáctico buscado tras recomendar su
lectura.
De todos es sabido el episodio que
se narra en el Evangelio de Juan (Juan 2.1-12) conocido como el milagro de las
Bodas de Caná, mediante el cual Jesucristo inició su denominada vida pública.
Sin embargo, lo que no parece tan conocido es el efecto que tal acción
milagrosa pudo tener en el final de su autor, en su muerte y, de paso, en toda
la influencia de la llamada civilización cristiano-occidental. Con
independencia de la sorpresa y racanería que supone comprender la existencia de
una boda en la que se acaba el vino (¿cómo puede alguien ser tan cicatero que
no tiene en cuenta las reservas de vino en una boda?), el hecho final de la
muerte del Cristo mediante crucifixión, más que una consecuencia de su
ideología y postura política, en rebelión abierta contra el poder romano, es
una venganza por haberse reído de la cicatería y estupidez de la religión judía
de su tiempo. Que no haya vino en una boda es una cosa, pero que en una región
desértica y pobre se acabe el vino y existan seis tinajas de cien litros cada
una que contuvieran agua “para las purificaciones” rituales en tal
región desértica y que Jesucristo transforme el agua, sujeta a rancia
religión, en vino, que es tanto como convertir los elementos litúrgicos de una
religión anquilosada en una fiesta, parece algo que, a los ojos de un judío
fanático, resultaría inadmisible e insoportable. Por ello, lo que ha de
analizarse sugerentemente en el ejemplo es la causa de la muerte de alguien
tras haber convertido en juerga y cachondeo (vino) un agua destinada a rituales vacíos en
mitad de un desierto en el que la sed mata.
La misma técnica ha de utilizarse cuando uno se
adentra en el robledal de Corpes.
Ello ha de servir para conocer los matices que servirían a
los alumnos a fin de descubrir, denunciar, conocer o analizar ciertas conductas
insertas en el fenómeno de la violencia de género. Esta es una de las
aproximaciones reflexivas que habremos de sugerir a los alumnos para poder
hacerles pensar y reflexionar con eficacia práctica sobre lo que queremos enseñarles
y sobre lo que queremos, fundamentalmente, que ellos mismos descubran, aparte
de lo que ya reciban por la vía del currículum oculto.
El Cid, que no es realmente un caballero de la nobleza y cuya condición mercenaria parece obvia, que ha partido hace tiempo desterrado, considera que la nueva de la toma de Valencia (igual que anteriormente hizo con la toma de Alcocer y su resistencia en tal plaza) es algo que bien puede ser conocido por el rey Alfonso para perdonarle, al cual envía más regalos con la expresa petición de que libere y permita ir hasta Valencia a su esposa Doña Jimena y a sus hijas, Doña Elvira y Doña Sol, hasta entonces recluidas en el convento de San Pedro de Cardeña en Burgos, por lo que manda de nuevo a uno de sus hombres (Minaya Alvar Fáñez) a Castilla, también con un importante regalo en dinero para el convento y abad que guardan y protegen a tales damas. Vistas las supuestas riquezas que acumula el Cid, los Infantes de Carrión, Don Diego y Don Fernando, proponen al rey su unión en matrimonio con las hijas del Cid. Siendo ellos condes de ciudad aforada, ante un Cid de aldea de Vivar, le conferirán a éste más prestigio y nobleza (sin perjuicio del fuerte patrimonio que tales Infantes esperan percibir con esta operación matrimonial). El rey acepta la propuesta de boda, establece las vistas con el Cid y los suyos, a fin de perdonarle y, pese a que éste siente desconfianza de los pretendientes, acepta el mandamiento real. Luego, celebrados los esponsales y desposorio, con los Infantes ya en Valencia, se producen algunas escaramuzas y combates en los que tales Infantes, pese a presumir de valentía, se atribuyen falsamente hechos heroicos de guerra en los que su participación no fue tal [2], hechos que son criticados y denunciados por algunos significados hombres del Cid. Ello, unido al episodio de un león que escapa de su jaula mientras el Cid duerme y pone en jaque a los Infantes, que huyen de forma vergonzosa al ver al león, parece calificar el proceder de ambos Infantes como de gran cobardía, molestos por su humillación. Además, ambos Condes de Carrión mantienen privadamente que su condición y nobleza no encaja bien con la condición plebeya del Cid y de sus hijas. Deciden emprender viaje de vuelta a Carrión, mientras maquinan su venganza. Llegados al término de Corpes (hoy en Guadalajara), en un robledal, tras pasar la noche en un lugar idílico, los Infantes consiguen al amanecer quedar a solas con sus esposas, tras ordenar avanzar al resto de su comitiva. Entonces, tras desnudar a Doña Elvira y Doña Sol, a las que dejan solo en camisa, las golpean y azotan con las cinchas de las monturas de los caballos e incluso les clavan las espuelas que llevan puestas con sus armaduras, hiriéndolas y humillándolas intensamente, hasta el punto de que Doña Sol les pide que las mate, acabando así con su sufrimiento, usando para ello las espadas que el Cid había regalado a los Infantes, la Colada, tomada al Conde Barcelona, y la Tizón (Tizona). Enterado el Cid de tal afrenta, acude al rey para que haga justicia.
El Cid, que no es realmente un caballero de la nobleza y cuya condición mercenaria parece obvia, que ha partido hace tiempo desterrado, considera que la nueva de la toma de Valencia (igual que anteriormente hizo con la toma de Alcocer y su resistencia en tal plaza) es algo que bien puede ser conocido por el rey Alfonso para perdonarle, al cual envía más regalos con la expresa petición de que libere y permita ir hasta Valencia a su esposa Doña Jimena y a sus hijas, Doña Elvira y Doña Sol, hasta entonces recluidas en el convento de San Pedro de Cardeña en Burgos, por lo que manda de nuevo a uno de sus hombres (Minaya Alvar Fáñez) a Castilla, también con un importante regalo en dinero para el convento y abad que guardan y protegen a tales damas. Vistas las supuestas riquezas que acumula el Cid, los Infantes de Carrión, Don Diego y Don Fernando, proponen al rey su unión en matrimonio con las hijas del Cid. Siendo ellos condes de ciudad aforada, ante un Cid de aldea de Vivar, le conferirán a éste más prestigio y nobleza (sin perjuicio del fuerte patrimonio que tales Infantes esperan percibir con esta operación matrimonial). El rey acepta la propuesta de boda, establece las vistas con el Cid y los suyos, a fin de perdonarle y, pese a que éste siente desconfianza de los pretendientes, acepta el mandamiento real. Luego, celebrados los esponsales y desposorio, con los Infantes ya en Valencia, se producen algunas escaramuzas y combates en los que tales Infantes, pese a presumir de valentía, se atribuyen falsamente hechos heroicos de guerra en los que su participación no fue tal [2], hechos que son criticados y denunciados por algunos significados hombres del Cid. Ello, unido al episodio de un león que escapa de su jaula mientras el Cid duerme y pone en jaque a los Infantes, que huyen de forma vergonzosa al ver al león, parece calificar el proceder de ambos Infantes como de gran cobardía, molestos por su humillación. Además, ambos Condes de Carrión mantienen privadamente que su condición y nobleza no encaja bien con la condición plebeya del Cid y de sus hijas. Deciden emprender viaje de vuelta a Carrión, mientras maquinan su venganza. Llegados al término de Corpes (hoy en Guadalajara), en un robledal, tras pasar la noche en un lugar idílico, los Infantes consiguen al amanecer quedar a solas con sus esposas, tras ordenar avanzar al resto de su comitiva. Entonces, tras desnudar a Doña Elvira y Doña Sol, a las que dejan solo en camisa, las golpean y azotan con las cinchas de las monturas de los caballos e incluso les clavan las espuelas que llevan puestas con sus armaduras, hiriéndolas y humillándolas intensamente, hasta el punto de que Doña Sol les pide que las mate, acabando así con su sufrimiento, usando para ello las espadas que el Cid había regalado a los Infantes, la Colada, tomada al Conde Barcelona, y la Tizón (Tizona). Enterado el Cid de tal afrenta, acude al rey para que haga justicia.
Parece evidente que lo que llama la atención sobre la
violencia de género sea la propia violencia física ejercida tan brutalmente contra
dos mujeres, hasta darlas por muertas, por quienes son sus maridos. Los componentes
son los propios de un resultado por agresión de género, pero la violencia
no radica precisamente ahí, sino en todo aquello que no se ve y que, por obvio,
está oculto. Por ello, al enfocar este componente del concepto de
la violencia, lo que docentemente habría de remarcarse o habría de permitirnos
reflexionar, sería la existencia de elementos muy distintos a los de la propia
violencia física, sin dejar de tener en cuenta la importancia de la misma.
Veámoslo brevemente:
Ø Los protagonistas
del Cantar son siempre hombres y son sólo ellos los que consiguen el honor y el
éxito. Las mujeres, dentro de las ya nombradas, sólo ostentan un papel
meramente nominal.
Ø La estructura del
poema requiere que el Cid tenga mujer e hijas, entre otras cosas porque una de
sus tres partes esenciales, la tercera, refiere la afrenta de Corpes antes resumida.
Ø Lo que aquí parece
ponerse en juego, para vergüenza de cualquier doctrina sobre la igualdad, es el
honor del Cid, no el de sus hijas, y el tratamiento de tal reparación de honor
es tan desconsiderado con las mujeres, como miserable y salvaje es la agresión
que estas sufren y de cuya sanidad casi no se habla, porque queda en
sufrimiento oculto. Tampoco se habla de si el escarnio implicara una violación
o agresión sexual.
Ø El debate asimismo
se asienta entre el deseo de los Infantes de conseguir dinero fácil y su
desprecio ante la cuna del Cid, por considerarse ambos de gran nobleza condal
ante un plebeyo. Es la humillación que sienten al ser tildados de cobardes lo
que los anima a su venganza, pero el hecho de hacerlo contra sus mujeres,
contra la parte más débil indefensa y sometida (con alevosía, prevaliéndose de
su condición afectiva, sin testigos y en descampado, como diríamos en el ámbito
del derecho penal), no parece tener igual peso en la importancia de los
acontecimientos narrados en el poema.
Ø Las dos hijas del
Cid ―y esto es lo realmente grave― no son más que instrumentos, simples
mercaderías o elementos de intercambio económico usados a los fines personales
de hombres como su padre, el rey (tan hombre como los demás a los efectos de
caracterizar la violencia de género) o los Infantes de Carrión. Es más, ni se
solicita su permiso para tal boda, decidida prácticamente por el rey Alfonso,
ni su opinión. El Cid recela de los pretendientes, pero tampoco consulta a sus
hijas.
Ø
Lo primero que se restablece al hablar del honor mancillado,
al pedir el Cid tal reparación al rey tras la grave ofensa y agresión de Corpes,
es la exigencia del Cid de que le sean devueltas sus dos espadas (Colada y
Tizón) que regaló a los Infantes, petición que poco atiende al honor, daño,
escarnio y humillación de las dos mujeres. Después se produce todo un conjunto
de bravuconerías que serán saldadas mediante sucesivos combates entre
caballeros que representan el honor mancillado del Cid y cuando ya no nos
acordamos ni de las hijas golpeadas ni de la violencia en ellas mismas
ejercida, entre otras cosas porque el autor del Cantar dice “Dexemosnos de
pleitos de infantes de Carrion”, aparecen dos nuevos caballeros con los que
casar por segunda vez a dichas hijas, a fin de convertirlas esta vez en
“reinas”, nuevamente sin contar con ellas, bodas o casamientos de las que el
autor anónimo del poema dice: “Los primeros fueron grandes mas aquestos son
mejores”
Como muy bien dice María Jesús Ruiz [3]:
«[…]
La violencia de género, como ocurrencia familiar cotidiana, está presente desde
siempre en las narraciones tradicionales. Se ejerce sobre las mujeres que
alteran la norma patrimonial, una norma no escrita, pero aceptada por el colectivo,
y recogida a la postre en textos legales. Lo que, en definitiva, documenta el romancero
tradicional de asunto familiar son los términos concretos en los que se ha
desenvuelto una “cultura del honor” hondamente arraigada en nuestra
memoria histórica, y en evidente conflicto con principios esenciales de la
liberación de la mujer, a saber: la incorporación a la vida pública, el derecho
a la formación intelectual y la desobediencia al patriarcado.»
El problema radica en que esa denominada “cultura del
honor” es masculina y forma parte integrante de ese sistema simbólico tan
calderoniano que ha permitido perpetuar la violencia de género y el desprecio y
reclusión de la mujer.
Como fácilmente se puede comprobar, el
Poema del Mío Cid es absolutamente comprensible a la luz de la violencia de
género, pero hay que saber usarlo, mostrarlo, enseñarlo en suma. Por ello hay
que saber de antemano que al abordar la violencia de género nos vamos a encontrar
muchas veces con situaciones similares en las que los alumnos no serán capaces
de descubrir o de discernir qué es realmente lo que subyace en una situación
literaria, al igual que no distinguen situaciones de profunda desigualdad en su
vida social. Con la literatura se debería poder motivar a los niños y a los
adultos ―porque no ha de descartarse esa tan necesaria y merecida enseñanza y
formación de adultos―, aun cuando haya de acudirse muchas veces a églogas, “Celestinas”
o Cantares de Gesta. Sin embargo, para entender “Peter Pan” hay que saber
cómo fueron muriendo espantosamente los hijos adoptados por James Mathew
Barrie, que le servían de inspiración. Para poder sobrevivir algunas veces a
los relatos de Arturo Pérez Reverte, en los que la condición de la mujer es
normalmente próxima a la prostitución, hay que subir sobre los hombros de
Stevenson (no hay mujeres en “La Isla del Tesoro”, salvo la hospedera
madre viuda de Jim Hawkins). Y para poder saber por qué Emilio Salgari decidió
cortarse el cuello, hay que recitar en voz alta a Rimbaud y “Los poetas de
siete años”.
Todo tiene un sentido si se sabe
orientar bien en las cabezas de los educandos, pero para ello, siempre es
necesario conocer otra manera de contar las cosas y, sobre todo, saber cuál es
el alcance del problema si se saben organizar bien los ejemplos literarios y si
se quiere enseñar.
Dejo otro ejemplo:
« […] Si conocieras el lago Van, tal y como yo me
lo imagino. Rodeado de montañas nevadas. Cuando la noche cae sobre sus aguas,
en sus orillas desiertas aparecen fugaces amazonas sobre caballos alados.
Efebos de ojos negros y piel clara lavan ropa en sus riberas. Todo es como
sus aguas, que no se pueden beber. Solo se pueden disfrutar con la mirada.»
Al transcribir el párrafo anterior
he manipulado deliberadamente un par de líneas, las que aparecen
en cursiva. El original del texto es el que, a continuación, transcribo,
citando más extensamente y resaltando las mismas líneas aludidas en negrita cursiva:
« […] Si conocieras el lago Van, tal y como yo me
lo imagino. Rodeado de montañas nevadas. Cuando la noche cae sobre sus aguas,
en sus orillas desiertas aparecen fugaces jinetes sobre caballos alados.
Doncellas de ojos negros y piel clara lavan ropa en sus riberas. Todo
es como sus aguas, que no se pueden beber. Solo se pueden disfrutar con la
mirada. Un viento cuyo nombre desconozco levanta pequeñas olas que refulgen en
la orilla a la caída de la noche. Cuando gritan las gaviotas del lago Van, las
mujeres paren varones; las yeguas potros; y las vacas terneros. Las personas
solo mueren cuando las aguas del lago Van se calman. »[4]
Si buscáramos deliberadamente que
los alumnos se reafirmaran en un pretendido aprendizaje de la igualdad o en la
simple comprensión del fenómeno de la violencia de género y quisiéramos para
ello utilizar el presente ejemplo, la propuesta didáctica que podríamos
hacerles comenzaría por la lectura en voz alta del texto en su versión
manipulada, a fin de tratar de comprobar si algo les sonara extraño en ese
párrafo. Seguramente no notarían nada extraño. No obstante, posiblemente el
efecto que produjera en las alumnas sería muy distinto del que produjera en los
alumnos. Sin embargo, lo que nos interesa resaltar en este caso sería aún más
importante:
Ø ¿Notarían algo al
leer el texto?
Ø ¿Acertarían a
imaginar realmente que lo que apareciera en las orillas del lago Van fueran “fugaces
amazonas [5]
sobre caballos alados” y que en sus riberas “efebos de ojos negros y
piel clara” lavaran la ropa?
Ø ¿Por qué mientras
los hombres disfrutan de sus caballos alados, el supuesto placer de las mujeres
se ha de basar en lavar la ropa?
Ø ¿Por qué los jinetes
son, simplemente, fugaces, mientras las lavanderas han de ser doncellas,
deben tener ojos negros y la piel clara?
Ø Y ya, en el texto
original extenso, ¿sería factible imaginar que hombres, caballos y toros
realmente pudieran parir o que lo hicieran por virtud de los chillidos de unas
descaradas gaviotas y que, entonces, sólo nacieran descendientes del sexo femenino?
Tales planteamientos bien pueden
ser el arranque de lo que consideramos un serio problema, que es el que usted debería
afrontar y abordar, en lugar de negar la literatura:
v ¿Favorece la
literatura que abordan nuestros alumnos en su proceso formativo la desigualdad
y la violencia de género o, pese a mostrar los aspectos más oscuros de este
problema, puede y debe servirnos para educarles en la igualdad?
v En todo caso, ¿cuál
es la causa de que se produzcan referencias como las del texto mostrado y qué
hemos de hacer para conseguir una enseñanza válida y respetuosa, incluso a
partir de textos nefandos en los que la mujer es maltratada, vejada,
desvalorizada o, incluso, asesinada?
v ¿Son quizá los
autores, los escritores, los causantes de seguir transmitiendo la concepción
machista del patriarcado o se limitan a ser meros espejos de la realidad, aposentados
en una asepsia perpetua y no comprometida?
En el presente ejemplo literario dispuesto
para introducir esta reflexión actual, el autor del texto no parece ser el
origen de que se produzca tal situación, no suele ser el causante de la
desigualdad; ni siquiera suele ser el que interese un cierto proselitismo de
una marcada misoginia. De serlo, el fenómeno nos abriría la posibilidad de
otros debates, desde plantearnos por qué la bruja de Blancanieves ―y en general
todas las brujas― es una mujer mala, mientras la propia Blancanieves es buena;
o por qué los personajes femeninos de la serie del capitán Alatriste de Pérez
Reverte son casi todos mujeres de vida alegre; o si Fernando de Rojas era
consciente en su Tragicomedia del lugar en que dejaba a las mujeres, a las “brujas”,
como Celestina, o a las pobres destinadas a la prostitución como Elicia y
Areusa, no mediando algún San Nicolás. Quizá deberíamos plantearnos incluso la
ideología de las personas, de los autores. ¿Deberíamos leer los poemas de
un autor si no comulgamos con sus creencias ideológicas o las obras de quien,
escribiendo de una forma, tuviera un comportamiento despótico con su esposa en
la intimidad?
Sait Faik «Abasïyanïk» (23 de
noviembre de 1906─11 de mayo de 1954), autor del texto citado, muere
relativamente joven, de una cirrosis hepática, tras una vida que podríamos considerar
algo más que bohemia. Nunca ocultó su condición homosexual, abordándola abierta
y directamente en sus obras, como tampoco dejó nunca de tomar partido por los
excluidos, haciendo uso siempre en sus relatos de una gran ternura, como cuando
refiere sus preocupaciones por la grave explotación encarnada en el trabajo
infantil, la denuncia de las condiciones de vida y trabajo del mundo obrero en
la sencilla descripción de la vida de un maestro artesano o en la de un peón de
la construcción. Sus propios críticos, cuando hablan de sus personajes, se
refieren a él diciendo: «Como el propio Sait Faik, son vagos, disidentes,
gente que no ha decidido ser alguien». Y de eso se trata en principio, ya
que, prácticamente, el protagonismo de sus obras se lo llevan personajes
masculinos, gente corriente que no desea avasallar, pues tal parece que para
poder afrontar la condición masculina haya que “decidir ser alguien”, haya que
atreverse o haya que estar todo el día demostrando tal masculinidad, que es
tanto como arrollar toda feminidad. Tales retazos de la vida del autor, cuando
se contrastan con su texto, permiten alejarle de una cierta sospecha.
Tampoco tendríamos necesidad de sospechar
del relato en el que tal texto se encuentra, titulado «No sé por qué actúo
así». En él, el autor, que nunca desdeña introducir en el texto sus propias
experiencias personales, apareciendo como un protagonista más de tal texto,
describe sus observaciones sobre el personaje imaginario de un viejo avaro y
miserable al que durante el transcurso de los días empieza a observar en un
café: se establece así una perfecta relación entre el personaje del autor
(parcial o supuestamente real) y el personaje del viejo (absolutamente
ficticio). Al principio, las observaciones se producen a causa de una sucesión
de meras coincidencias; luego, sin pudor alguno, el personaje del autor
entrecruza su vida con la del anciano personaje de ficción, su propia creación
literaria, desencadenando un comportamiento cruel ante éste mediante el juego
que proporcionan esos pequeños roces que nuestro diario deambular nos ofrece [6].
El desenlace del relato arroja un desencuentro profundo entre el autor (el
personaje del autor) y su propia criatura (el personaje del anciano) y fruto de
ese desencuentro es la disertación del autor sobre el escaso conocimiento del
anciano al referirse a su tierra natal, para lo cual recurre al texto comentado
evocando poéticamente el lago Van.
Entonces ―nos preguntamos―, ¿a qué
obedece que autor y texto, tan poco sospechosos o proclives a la desigualdad
por razón del género, abunden ahí en tópicas imágenes sobre injustas
desigualdades y diferencias de género? Porque, si no se trata del autor, del
relato, de su ambiente, de su vida, del entorno y país (la Turquía de los años
treinta y cuarenta), de la educación presumiblemente recibida o de tantas otras
cosas que forman parte y condicionan nuestra existencia desde mucho antes de
nacer: ¿De dónde surge el prejuicio torpe y tonto que nos hace decir o
escribir normalmente que los hombres cabalgan en magníficos corceles alados a
la luz de la luna y a la orilla de un hermoso lago, como el Van, mientras las
mujeres, que al parecer han de ser (o es preferible que sean) doncellas, tienen
el honroso honor de lavar la ropa, restregándola contra las rocas de la misma ribera?
Y lo que es más preocupante, si invertimos los términos del fragmento, es
decir, si en su lugar cabalgan amazonas mientras jóvenes adonis restriegan la
ropa a la orilla del lago, el texto parece quedar ridículo, al igual que nos
parece ridículo oír en la televisión al señor Spock, de la serie "Star Trek",
hablando en Gallego o en Catalán, y no nos parece igualmente ridículo cuando
habla en Castellano, en uno de esos sesgos nacionalistas que adoptamos respecto
de las diversas lenguas que integran el acervo cultural de eso que llamamos España. Resulta
ridícula, grotesca o absurda, lamentablemente, la comparación entre las mujeres
caballistas y los hombres lavanderos.
A lo largo de la historia de la
literatura pocos son los casos de autores, más o menos consagrados, que se
identifiquen plenamente con posiciones favorables a la violencia contra las
mujeres, como muy pocos son también los que se identifican mediante posiciones
contrarias a tal fenómeno violento; en general, los autores no parecen tomar un
partido extremadamente activo en pro o en contra de sus propios argumentos
literarios y bien es verdad que aunque existen constantes barbaridades en
textos por todos conocidos [7],
por regla general no suele ser tal el problema que afecte a los autores
clásicos. Más bien el asunto radica habitualmente en una suerte de silencio
cómplice, en una tolerancia relativamente cobarde o conveniente a la hora de mostrar
el problema de la violencia contra las mujeres. Ni siquiera cuando se trata de
mostrar el diverso carácter de los hombres, en autores poco sospechosos de
misoginia, se alcanza más allá de la mera descripción, y si se trata de mujeres
escritoras quienes se acercan a tal descripción diversa, los hombres no parecen
alcanzar más que una posición ridícula, torpe o, tan manipulable como voluble [8].
En la mayor parte de los casos el
autor, según su época, reproduce las costumbres y comportamientos violentos
contra las mujeres de forma aséptica, sin contaminarse, de la misma forma que
reproduce los prejuicios, sin tomar partido muchas veces ante lo grave o injusto,
bien porque no sabe que lo que narra sea más grave e injusto de lo que es, bien
porque, sabiéndolo, ha decidido ignorarlo. No sabemos cuál de las dos
posiciones es peor, pero lo cierto es, al final, que el autor reproduce los
hechos violentos y las discriminaciones con toda crudeza, aunque no parece
tomar partido ni por las acciones reprobables ni por su reprobación. Por ello
nos quedaría una pregunta difícil y absurda en el aire, una pregunta con la que
finalizar la actividad didáctica propuesta a los alumnos: ¿por qué colocó
Sait Faik esa frase en ese texto?
En virtud de la respuesta que los
alumnos den, habríamos de poder apuntar algunos datos sobre un posible origen
de la dominación y de la violencia.
[1]
«Vos, hermano, idos a ser
gobierno o ínsulo, y entonaos a vuestro gusto [49], que mi hija ni yo por
el siglo [50] de mi
madre que no nos hemos de mudar un paso de nuestra aldea: la mujer honrada, la
pierna quebrada, y en casa; y la doncella honesta, el hacer algo es su fiesta [51]»
En frase de Teresa Panza a su
esposo Sancho en el hermoso diálogo que mantienen y que confirma asimismo el
que muchas veces es la propia mujer la conservadora y generadora de la
desigualdad y violencia. Tomado el texto de:
http://cvc.cervantes.es/obref/quijote/edicion/parte2/cap05/default.htm,
Centro Virtual Cervantes.
[2] 1. Mientes, Ferrando, de quanto
dicho has,
por el Campeador mucho valieƒtes
mas.
Las tus mañas yo telas ƒabre
contar:
Miémbrat quando lidiamos çerca
Valençia la grand;
pediƒt las feridas primeras
alCanpeador leal,
vist un moro, fúƒtel en ƒayar;
antes fuxiƒte que alte alegaƒƒes.
Si yo non vujas, el moro te
jugara mal;
passé por ti, con el moro me off
de aiuntar,
delos primeros colpes of le de
arrancar;
Did el cauallo, tonel do en
paridad;
faƒta eƒte dia nolo deƒcubri a
nadi;
Delant myo Çid e delante todos
ovíƒte te de alabar
que mataras el moro e que
fizieras barnax;
crouieron telo todos, mas non
ƒaben la verdad.
e eres fermoƒo, mas mal
varragán!
Lengua ƒin manos, cuemo osas
fablar?
[3] MARÍA JESÚS RUIZ, “Cultura
popular y violencia de género”, en http://www.weblitoral.com/estudios/cultura-popular-y-violencia-de-genero
[4] SAIT FAIK, en «Los
últimos pájaros» el relato «No sé por qué actúo así». Ediciones del
Oriente y del Mediterráneo, Madrid, 1992, pág. 22.
[5] Usamos aquí el término
“amazonas” en la tercera acepción del diccionario de MARÍA MOLINER, «Diccionario
de uso del español», Ed. Gredos, Madrid 1998, 2ª Edición, 4ª reimpresión: 3
Mujer que monta a caballo.
[6] Un buen ejemplo de estos “roces”, siempre desde la ficción, lo
encontramos en JOSÉ ORTEGA SPOTORNNO (en colaboración con MERCEDES
BALLESTEROS), «Los amores de cinco minutos», Eds. El
País-Aguilar, Madrid 1995.
[7] Vbg.: «El Corbacho o
Reprobación del amor mundano», del ARCIPRESTE DE TALAVERA
[8] Los personajes masculinos de la
«Traición en la amistad» de MARÍA DE ZAYAS SOTOMAYOR son poco más
que peleles en manos de los personajes femeninos que los utilizan, bien
merecidamente; todo ello en virtud del criterio de la autora de la obra.