(La Casa de los Cuentos)
(Barrio de Gracia)
«Hace escasos días entré en una de
esas tiendas de moda del Borne, barrio que constituye uno de los corazones de
Barcelona pese a estar siempre tan densa y artificiosamente poblado. El precio
de la ropa era salvaje, irreal, absurdo y la situación del negocio comparable
con la de ese enorme supermercado chino a dos portales de casa: ¿de qué vivirán
los dueños de esos negocios si las ventas en los mismos permanecen desiertas?
¿Cómo pagarán la renta de esos locales? ¿No parece todo ello sospechoso, mucho
más cuando tales pretendidos dueños paran frente a sus locales con sus coches de lujo
y el cerebro vacío?
Algunas de las prendas, todas
ellas de aspecto exquisito sin embargo, permanecían lánguidamente apoyadas en
los tres cajones más bajos de un plinto, mientras otras descansaban en el
soporte de cuero marrón ―unido al penúltimo cajón de la parte superior― de
aquel aparato que nos trae recuerdos tan dispares. Potros, caballos y plintos
pueblan los recuerdos de nuestras clases de gimnasia y ahora regresan a las tiendas
de moda como ayudantes mudos en la exposición de aquellas inasequibles prendas.
Hay otro recuerdo imborrable, no
tan de la infancia, que debo a mi padre. Los plintos, caballos y potros ―en unión
de todos esos aparatos que componen el mundo de la gimnasia― no aprendemos a
usarlos, a saltar sobre ellos, porque el día de mañana vayamos a encontrarlos
por sorpresa en la calle. No saltamos el plinto porque en el camino al trabajo,
ya disfrazados de ciudadanos adultos, tengamos que hacerlo en cada esquina. No
hay una relación esencial de causa a efecto entre la existencia y uso de esos
aparatos en las clases de gimnasia de nuestra infancia y la posterior vida real
de los hombres (como si la de los niños caminara siempre de la mano de Rodari).
Pues bien, lo mismo ocurre con el latín,
con la literatura o con muchas otras cosas, pero hay mucha gente en este nuestro
mundo en el que se asedia la cultura cada vez más y en el que una cierta fiebre
tecnológica ―incluida esta actividad― lo rodea todo, se impone a todo, trata de
absorberlo todo a cada instante, que no se ha percatado aún de esa idea certera;
hay mucha gente que sigue creyendo que a la vuelta de la esquina, camino de la
oficina o de la fábrica, hallará repentinamente un potro o ―peor― un plinto y entonces, terrible
e inexorablemente, tendrá que saltarlo o, si no, fracasará.
Hay todo un movimiento real e
importante empeñado en destruir la cultura, en embadurnar la inteligencia, un
mundo de imágenes, teléfonos, juegos, lenguajes, medios y demás chatarra que la
televisión expande, que trata de convencer a muchos con majaderías tales como
que la literatura ha de ser útil, ha de tener una finalidad, ha de existir para
ser saltada en la vida real o, de no ser así, ha de abandonarse por puro
fracaso ante ella. Es gente que cree fracasar ante el caballo de Leopold Bloom
o que han convertido en un plinto su torpe e ineficaz interés ante la simple vivencia
de los relatos de Cortazar. Incluso hay hasta docentes, en ese movimiento que
combate la cultura, que desde su posición privilegiada tratan de inculcar los
valores de un ridículo y falso combate que ―sostienen ellos― se libra entre la
tecnología y la literatura; hablan incluso, con esa necedad que les barniza, de
lo que denominan consumo literario.
Ese es nuestro mundo, pero lo
sabemos y como lo sabemos, no caemos en la estupidez de contraponer literatura
y tecnología.
No estamos de moda. Nunca hemos
estado de moda. No participamos del carácter incretinito (del verbo incretinire)
de la televisión de berlusconiana, ni siquiera si encontramos un plinto en una
tienda.»